Aquella mañana una absoluta tristeza me embargó, recuerdo que me quedé sorprendido por la noticia. Luego de haber recibido la infausta confidencia de sopetón, mi mundo tan frágil, limitado y cándido literalmente se derrumbó. En aquellos instantes, buscaba sacar fuerzas para despreciar aquel supuesto ingrato fracaso, intentando en vano esconder la decepción. Ahora, sentado frente a la computadora, desdeño el momento y repudio la mentira irresponsable de aquel malnacido que me causó aquel momento tan infeliz. En aquella mañana un niño se sintió muy solo y triste en medio de la algarabía generalizada de unos cuantos, algunos compañeros de grado, que habían sido elegidos, y que festejaban felices por haber aprobado aquella polémica selección. Dos o tres horas atrás, el profesor del sexto A, un experto en el vicio de empinar el codo y maltratar niños, había designado a tres o cuatro alumnos, encargándoles la misión de revisar las listas de los aprobados, aquellos que finalmente habían sido aceptados como futuros estudiantes del Centenario Colegio Nacional “Teodoro Gómez de la Torre”.
No recuerdo exactamente si luego de salir de la escuela enrumbé con dirección al Colegio a constatar por mí mismo aquel decepcionante dato; o quizá, cabizbajo y con mis ingenuos sueños despedazados, esperé la tarde, para confirmar aquello que mi realidad de niño de 11 años consideraba un desagradable rechazo. Sea cual fuere la alternativa que tomé, lo cierto es que aquel par de opciones confluyeron en una hora que no sé pero que fue, y en un lugar que ciertamente es. Supongo que mientras me dirigía al Colegio divagaba imaginando qué mismo había sucedido, ¿por qué no había aprobado?, sería talvez por aquella maldita prueba, “¡pero no fue culpa mía!”, seguro me decía intentando calmar el complejo de culpa que ardía en mi incauta conciencia. Claro que no había sido culpa mía.
El primer día que iniciaba el proceso de selección, por motivos ajenos a mi voluntad, llegué atrasado al Colegio, casi una hora después de iniciados los exámenes. En medio de la impaciencia y confusión, ingresé al primer curso que encontré a mi paso, después de una ligera discusión que mi Mamá tuvo con un burócrata que aludía que ya no tenía tiempo para resolver el examen. Luego que mi admisión al aula fue tolerada, tomé asiento y de inmediato me entregaron una copia preimpresa que contenía las preguntas y los problemas a resolver. Matemáticas. Pero esperen, en el membrete decía paralelo C y Yo estaba inscrito en el D; “dale no más”, me dijo alguien, “el próximo le das en el D”. Ni modo, a darle entonces. Quince minutos después de haber empezado la prueba, un niño se levantó y entregó su examen, luego otro, y otro y otro. ¡Qué relajo! Si bien ahora recuerdo aquella experiencia con risa y algo de comprensión, en aquel momento, carajo, fue una experiencia de lo peor; una de las sensaciones más hijueputas y desgraciadas que había tenido en toda mi vida. Cada vez que alguien terminaba su prueba, se levantaba y salía del aula, la presión y angustia que sentía se incrementaban terriblemente impidiendo que pueda trabajar y desarrollar las preguntas. “Ya vayan terminado”, dijo alguien; “daranle un poco de tiempo adicional al chico que llegó recién”, dijo otro. En fin, las cosas que se ha pasado. Debo confesar que harto de tanta presión y constatando que era uno de los últimos en el curso, decidí levantarme y entregar el examen tal como estaba, aunque no había terminado. Casi seguramente que camino a la comprobación debo haberme dicho: “quizá por eso no aprobé”. Ingresé silenciosamente al Colegio, caminé melancólicamente por aquellos tristes parajes, tímidamente, supongo, hasta que por fin frente a mí, se extendían una serie de papeles pegados en una despintada pared que anunciaban a los favorecidos, aquellos que tendrían la oportunidad de formar parte del “Centenario Gómez de la Torre”, tan popular, tan famoso y tan típicamente ibarreño. Ahora casi treinta años después, creo saber por qué las puertas de ese entonces, me recuerdan la frase del poeta: "¡Oh vosotros que entráis, abandonad toda esperanza!"
Empecé a revisar cada uno de los nombres que aparecían en aquellas listas impresas. De arriba abajo, de abajo arriba, ora derecha, ora izquierda. De repente, mi mirada se fijó en una combinación de letras que me resultaba muy familiar, una esperanza, una sublime esperanza se esparció en mi integridad, supongo que debo haberme acercado para corroborar y una vez comprobado, toda aquella oscuridad emocional desapareció automáticamente, cediendo espacio a una exultante alegría, propia de un chico de 11 años, de un niño que desconoce el insomnio, el stress, la depresión, o la angustia de la incomprensible existencia. Sí ahí estaba Yo. Seguramente debo haber reído y mucho, quizá me haya convertido, en esos efímeros instantes, en el niño más liviano sobre la faz del planeta, no por lujurioso, sino por la absoluta carencia de presiones y culpas, o pesos morales, o más bien ignaros. Quizá, le dediqué un par de calificativos despectivos al descriteriado que me dio la falsa noticia, si lo hizo torpe o malévolamente, no lo sé, solo sé que ya en esas tempranas épocas aquel imberbe alevoso daba muestras de ser un futuro miserable de baja ralea. Feliz y tranquilo, como es lógico, salí de aquellas instalaciones, ya consciente que sería parte del “Centenario”, para bien o para mal. Y así fue, lo puedo asegurar ahora, estuve en aquel “centro de reeducación, violencia y domesticación” durante los siguientes seis eternos años.
Seis años, seis años, parecen pocos, ahora, y sin embargo, son demasiados considerando las cosas que tuvimos que pasar aquellos que siempre constituimos las “ovejas negras” del sistema; “ovejas negras” en medio de manadas y manadas de vulgares y comunes, pastoreados crudamente por capataces uniformados con los típicos ternos de burócrata; “corderos diferentes” enfrentados, no, para nada, más bien inermes, para ser objetivo, a la estulticia profesional de imbéciles titulados a quienes únicamente interesaba cobrar el mediocre cheque de fin de mes; a merced de los cobardes bravucones desesperados por vengarse con algún ingenuo que creía en dar la otra mejilla; aprendices de matones, precoces pervertidos expertos en dibujar de las maneras más obscenas los genitales femeninos y masculinos en los infectos y asqueroso baños socialistas de nuestro “Patrón Teodoro”; como abundaba ese tipo de fauna en el “Centenario”, indignos animales, fieles reflejos de un segmento distinguible de la sociedad ibarreña.
Sí, y así llegué al primer día en el “Patrón Teodoro”. Pero no fue como Yo lo esperaba. De hecho nada cambió respecto de mi experiencia escolar; aunque algo sí cambio pero, para que todo se mantenga igual. Cambiaron las caretas de los capataces y cambió la violencia de los aprendices de matones. Es decir cambió de mal en peor.
Mientras estudiaba en la escuela soñaba con el buzo con cuello de tortuga de un rojo intenso casi oscuro y el pantalón caqui, tan característico del “Gómez de la Torre”. Sin embargo, cuando asistí al primer año, coincidencia o no, los dueños del Colegio público decidieron dárselas de “diseñadores de ropa” y reinventaron el uniforme. La imagen típica del “teodorista” que siempre había ingenuamente admirado, se fue de un solo plumazo. El clásico buzo rojo, dio pasó a un saco carmesí de cuello abierto, que como ya mencioné tuve la desgracia de inaugurar, prenda de mal gusto y bastante ambigua por cierto, que dio mucho que hablar, básicamente por la sexualidad incierta que dicho color concebía, de manera que pronto fue dado de baja, con la consecuente pérdida económica para la “familia teodorista”. Luego de aquel intento ridículo de los burócratas maestrillos por modernizar el uniforme del “Centenario”, finalmente, copiaron el uniforme de una escuela popular, de manera que el saco rojo fue reemplazado por una camisa del mismo color del pantalón. Ese fue el uniforme que usaron los “teodoristas” hasta que la revolución educativa de los politicastros y la burocracia tonta, abusiva y corrupta del Ministerio de Educación, decidieron eliminar al “Centenario”. Aunque éstos, uniforme y color, se mantuvieron en la nueva faceta mixta o mestiza.
Acerca del fin del "Viejo Mundo", nadie se opuso, y me refiero a las autoridades, principalmente al personal docente y estudiantes activos en general. Para aquellas épocas Yo vivía en Quito, de manera que no me enteré del asunto hasta que la modernidad acabó con el viejo y ancestral “Centenario”. Con eso no quiero decir que si hubiera estado en Ibarra habría encabezado una revuelta para impedir el fin del Colegio, no, para nada, para qué. Aunque siempre, cada vez que hubo la oportunidad y en mi derecho como ciudadano dejé en claro que eliminar al “Teodoro” en su faceta tradicional fue una estupidez. Pero eso es otra historia.
Pues sí, el color caqui, vaya nombre ¿cierto?, será por……bueno mejor no especulo acerca del origen de aquel nombre tan pintoresco; el caqui fue el color del uniforme principal, en sus últimos años, del Colegio Nacional “Teodoro Gómez de la Torre”, Colegio “Centenario” de varones, algunos muy estúpidos y otros medianamente racionales, ciertamente, pero de varones, de eso puede dar testimonio la colectividad ibarreña. Pero, no más. No, el “Teodoro Gómez de la Torre”, por lo menos el Colegio de Varones, ya no existe. Lo extinguieron. La estupidez de la burocracia y la idiosincrasia del ecuatoriano mediocre incapaz de rebelarse ante sus grotescos capataces acabaron con el “Patrón T.G.T.”. Ahora en su lugar, un remedo, un residuo, un mestizo ambiguo ocupa las instalaciones físicas no tradicionales, una cosa llamada: “Unidad Educativa Experimental Mixta Teodoro Gómez de la Torre”; institución sobre la que no quiero opinar, pues sencillamente no me interesa.
Pero este post no se refiere especialmente sobre las mediocridades y corruptelas de los dueños del grosero y nefando sistema educativo público ecuatoriano; pero, definitivamente sí sobre el “Teodoro Gómez de la Torre” y las impresiones, anécdotas y opiniones que tengo de ese monstruo con el que compartí seis largos años. ¿Mencioné que El T.G.T., tenía instalaciones viejas y nuevas? Explico, “nuevas y viejas” eran dos expresiones que referían las instalaciones que se construyeron para cubrir las necesidades del original edificio donde funcionó inicialmente el T.G.T. Porque tradicionalmente el extinto “Centenario” funcionaba en el centro de la ciudad, en un edificio de corte hidalgo y colonial, que aún existe; un caserón que tiene un aire respetable (1) y augusto debo señalar, adosado a un elegante Torreón (2), que se ha constituido en un símbolo de Ibarra, uno de los pocos rescatables. Ahí está, lo ultimo que quedó del “Centenario”, lo que no pudieron corromper la estupidez y el abuso, junto al parque Pedro Moncayo. Muchos años después, por motivos de espacio y funcionalidad se construyó un nuevo local ubicado al sur de la Ciudad, un lugar amplio pero burdo, frío, inculto, insalubre, más propio de una cárcel de mozalbetes que de un centro de estudios secundarios (3). Déjenme ver, más o menos junto al barrio de la Cruz Verde. Aquellas nuevas instalaciones fueron las que me acogieron toscamente y en donde tuve mi segundo encuentro con el siniestro sistema educativo ecuatoriano.
Ya en otro post mencioné lo que pienso del sistema educativo ecuatoriano y del personal docente en general, baste decir que los considero paupérrimos, aunque reconozco que por ahí deambula alguno que otro buen profesor que ciertamente es la honorable excepción que confirma la grosera norma general. Pues bien en el “Teodoro” esa norma en mis épocas era una verdad incuestionable. No voy a entrar a detallar nombres, condiciones y vicios que compartían la mayoría de aquellos “reputados maestros”, aunque con intensidades variopintas; no, no lo haré, no valen la pena, estoy seguro que éstos, son comunes en la mayoría de los docentes del Ecuador, de manera que estimado lector, solo es cuestión que usted recuerde, claro, si estudió en el sector público, la calaña de los tradicionales educadores de cantina que intentaron convertirlo en lo que ellos denominaban “buenos e ilustres patriotas”.
Anécdotas de las bestialidades y aberraciones de los maestritos abundan, había de todo como en botica, unos más brutos que otros, algunos más alevosos que otros, sádicos y borrachos, tontos y sabiondos, unas menos putas que otras, aunque esto último nunca me constó, pero, las malas lenguas extendían reputaciones que ciertamente en el caso de personas respetables pueden ser consideradas injurias y de hecho lo son; ¡pero no!, en el caso del personal administrativo y docente del “Centenario”, en ese caso bien merecidos eran aquellos calificativos. Con decirles que con el viejo truco de, “no tengo sueltos”, el ladrón de Colecturía redondeaba el sueldo, a vista y paciencia del "señor" rector de turno.
Pero hay una anécdota en especial que de hecho es la razón principal del post, que narraré en los siguientes párrafos, y que demuestra la brutalidad que predominaba en el “Teodoro Gómez”, y que en ocasiones tomaba ribetes ridículos, por lo mismo, jocosos; amén de una muestra del estado de indefensión en que nos encontrábamos todos los alumnos frente al abuso de verdaderos psicópatas que disfrutaban de la violencia con absoluta impunidad; prueba irrefutable muestra de la mamarrachada de autoridades; evidencias de la calaña inmoral de aquellos burócratas, vagos amantes de los aburridos discursos vanidosos, los brindis amanerados y el trago barato.
Woody Allen mencionaba en una de sus películas que a las escuelas de los hijos del pueblo, el sistema suele enviar lo peor del personal docente con el que cuenta; colegiados que de por sí son pésimos. Esa apreciación es importante de tener en cuenta cuando de identificar a los profesores de Educación Física que generosamente repartían sus enseñanzas en la sección básica del “Patrón Teodoro”. En aquellos tiempos, y hablo de la década de los 80 del siglo anterior en el “Centenario Gómez de la Torre”, a los primeros, segundos y terceros cursos, se los denominaba Ciclo Básico, y a los posteriores, Ciclo Diversificado. El Ciclo Diversificado asistía a clases en la mañana, mientras el Básico lo hacía en la tarde. Más o menos entrábamos a las 13h30 y salíamos a las 19h00. Pues bien, estos personajes que supuestamente se encargaban de nuestra salud física, además tenían la tarea de vigilar el normal desarrollo de las actividades programadas en el plantel, “Inspectores” se hacían llamar, aunque en realidad eran una especie de brutales celadores e insensibles capataces que generalmente recurrían a la violencia en contra de quienes violaban alguna de sus impositivas reglas. Es así que estos carceleros recorrían los cursos al acecho de cualquier conducta o actitud que ellos consideraran rebelde u original, y la reprimían con la burla hiriente seguida de la amenaza terrorista, y en ocasiones pasaban directamente a la violencia. Irónicamente los bravucones, adolecentes que superaban a los demás en dos o tres años, mantenían una especie de trato cordial con aquellas bestias desalmadas que incapaces de aprender a arar, habían terminado encontrando un espacio en la docencia ecuatoriana.
En tales circunstancias, se había llegado a desarrollar una pintoresca y salvaje tradición, supongo que única en el “Centenario”. ¿En que consistía? Las tardes, antes de ingresar a las aulas, todos los alumnos nos formábamos en el patio principal (4) para escuchar la perorata de algún burócrata iracundo, o para practicar el “arte” de marchar domésticamente al ritmo marcial de la jerga de algún temible caporal. “1, 2, 3, 4… ¡levante la vista!... 1, 2, 3, 4, ¡a la de…re!... 1, 2, 3, 4… ¡izzzz….quier!... 1, 2, 3, 4… ¡media vuelta!.... 1, 2, 3, 4…. ¡media vuelta!… ¡marche!.......... ¡aaaal….tooó!”, gruñía el energúmeno como poseído por algún ente belicoso. En ocasiones, ora por la poca atención que le dábamos al zoquete, ora porque el imbécil quería saciar su necesidad de maltratar, recibíamos un castigo ejemplarizador. “¡Curso X vuelta al edificio!” berreaba el capataz. Entonces tenías que girar a tu izquierda (5) y picar a toda velocidad con rumbo a un callejón (6) que daba a la parte trasera del edificio posterior, seguir el perímetro de dicho edificio, siempre a la máxima velocidad esquivando los obstáculos y a veces saltando las vallas de ladrillos (7), hasta volver al patio principal, es decir la zona donde dio inicio la carrera. Lo interesante y preocupante del asunto era que detrás de nosotros el imbécil poseído, que se hacía llamar “inspector”, nos seguía, lanzando coces a diestra y siniestra, además de alguno que otro poco amistoso coscorrón. Para quien escapaba de la violencia del cretino era bastante jocoso, no tanto para el que recibía la patada aleve del “maestro”. Ahora bien, en el desenfreno por agarrar la delantera uno entraba a toda madre a coger la curva que daba al callejón, pero que pasa que ese piso era de baldosa, en extremo resbaladizo. Como es obvio, las consecuentes patinadas no se dejaban esperar, con más de una caída, ¡ah y entonces!, toda la manada que venía atrás a toda velocidad te venía encima, y eran unas matadas, ¡qué hijuetumadre!, pisabas cabezas, espaldas, ¡qué bestia, hijueperra!, hasta ahora me mato de la risa cada vez que lo recuerdo. Obviamente que para el que salía bien librado era chistoso, pero, para el que quedaba marcado con las pezuñas del hato no era precisamente muy agradable. Ni qué decir, del pobre infeliz que recibía la dura patada del cobarde valentón, que imaginaba que el Estado le pagaba para maltratar niños y adolescentes.
¡Qué cosas! ¡Qué Don Teodoro! ¡Qué teodoristas! Triunfos, victorias, mitificaciones, bandolerismo, fracasos, corrupción, escándalos, mucho se puede hablar del “Teodoro”, pero en general son historias comunes y corrientes, muy propias de una sociedad estancada e ignorantona. La gran mayoría de quienes sufrieron la mediocridad del sistema educativo en sus aulas se jactarán de su paso intrascendente por el Colegio alabándolo de manera servil y furibunda, amenazando a quien se atreva a denunciar las vilezas que algunos miserables cometían en sus instalaciones. Pero, como ya dije alguna vez: a quién le importa lo que diga la chusma que fue domesticada, ¿cierto? No, lo que importa es que los mitos patrioteros sean desenmascarados, que los villanos sean censurados, que sus canalladas no queden en el olvido. Lo trascendental es que se rompan los prejuicios y las tradiciones violentas, es decir, que los padres de familia asuman su responsabilidad, cuiden de sus hijos, y se preocupen porque éstos reciban una sana y buena educación.
¡Ah “Patrón Teodoro”, “Centenario”, “Gómez de la Torre”! Quizá haya sido mejor que te extinguieses. Cuántas generaciones pasaron por tus aulas como manadas gregarias con rumbo al cruel matadero; cuántas generaciones fueron castradas por ese infame sistema educativo que privilegia la tonta repetición de pérfidos mitos y verdades a medias; cuántos adolescentes fueron maltratados en tus campos sin que el verdugo reciba su castigo; cuántas verdades fueron violentadas en tus incómodos pupitres; cuántas mentiras tuvieron que sufrir tus indigentes pizarrones. Talvez, “Centenario”, también fuiste víctima de la siniestra tradición y cultura ecuatoriana, esa que desprecia la Justicia, la Razón y la Honestidad, esa que admite la violencia como una forma de imponer las mentiras del tiranuelo como si fueran verdades absolutas. También sufriste la barbarie de la infame condición humana, como cuando tus pinos fueron arrancados para deleite del bruto de turno que fungía falsa y corrupta dirección.
¡Ah Patrón Teodoro!, a pesar de todo te recuerdo con afecto, y algo de respeto, por los pocos momentos agradables que me ofreciste para contactar con la verdad, por los efímeros triunfos deportivos en tu estadio. ¡Ah Patrón Teodoro!, quizá haya sido mejor que te extinguieras, quizá haya sido mejor que te conviertas en un mito. La calidad intelectual, moral y humana de unos pocos te dio prestigio, excelencia que creó un mito en su acepción tolerable. Una leyenda que me motivó a formar parte del “Centenario”, al igual que algunos ibarreños y ecuatorianos. Una leyenda de la que ya somos parte, aquellos varones que alguna vez correteamos por los pasillos y recovecos del Colegio Nacional “Teodoro Gómez de la Torre”.
Anexo:
(1) Edificio tradicional donde funcionó inicialmente el Colegio "Teodoro Gómez de la Torre".
(2) Torreón del Colegio "Teodoro Gómez de la Torre".
(3) Instalaciones principales del que fuera Colegio Nacional "Teodoro Gómez de la Torre".
(4) Patio principal del T.G.T.
(5) Entrada/salida suroccidental del patio principal del T.G.T.
(6) Pasillo sur que da a las canchas y estadio del otrora T.G.T.
(7) Parte posterior del edificio de aulas, sur. A la derecha, un espacio que en la década de los 8o's del siglo 20, se encontraba ocupado por un esperanzador grupo de árboles de pino que han sido reemplazados por una patriótica capa de ripio.
Pdta: Misión cumplida, que no se diga que no me he acordado de mencionar al tradicional "Patrón Teodoro", aunque no exista; aunque ya sea un mito, quizá haya sido mejor; siempre se puede comentar acerca de la leyenda. ¿Cierto?