domingo, 30 de agosto de 2009

Música, Virtud y Destino.

Debo confesar que en muchas oportunidades, afortunados momentos, cierto tipo de música, verdadero bálsamo espiritual, ha liberado a mi alma, por sagrados instantes, de los desvaríos frugales e insensatos de mi inconsciente ignorancia.

Gracias a la abstracción y la contemplación auditiva, he sido libre, realmente libre. La Música, la Divina Música; Divina porque a través de su sabia sonoridad he conseguido paz y bienestar; porque los acordes melodiosos me han cubierto de una protectora y edificante armadura moral, fortaleciendo mi conciencia, estimulando las causas espirituales que se encuentran grabadas en mi mente, recordándome quien soy, y lo que quiero para mí. La emotividad de las armonías generosamente, en su momento, me ha conducido a un glorioso misticismo, donde he sido uno con lo más grandioso del Universo.

Es como si el destino nos susurrase sabiamente al oído el motivo por el cual estamos aquí, en este mundo de malicia y ferocidad; revelándonos la verdad; diciéndonos que tenemos un destino que cumplir; un honroso objetivo que solamente nosotros somos capaces de realizar. Un destino que implica renunciar a nuestra condición humana y asumir nuestro verdadero rol de casi dioses, limitados exclusiva y fatalmente por aquella misma condición de simples humanos.

Mientras escuchamos aquellos esplendorosos arpegios las dudas existenciales se pierden momentáneamente, y entonces todo está claro. Momentáneamente hasta que el hombre que domina nuestra divinidad nos esclaviza con miedo, temor, ignorancia, timidez, atufamiento, codicia, mediocridad, honrilla, y demás vicios que solamente son propios de la especie humana.

Sin embargo, la verdad está con nosotros, en todos los seres humanos, desde el hombre económicamente más humilde hasta el oligarca más asquerosamente rico. Libre albedrío, al final nosotros decidimos. Nadie sino nosotros, debemos contestar el teléfono que está llamándonos al verdadero y sublime heroísmo. Desde nuestra posición que finalmente es la única que verdaderamente importa, nosotros decidimos, independientemente de quienes pretendamos haber sido. Nosotros decidimos, virtud o vicio. Nosotros escogemos.


Finalmente el hombre elige, así como el protagonista de la película “La Mexicana”. Un Don Nadie, que casualmente se ve metido en un lío por las circunstancias incomprensibles de la vida; a quien se le encomienda una diligencia que en apariencia parece muy simple, pero que se complicará por los apetitos malsanos de terceros, concurso de circunstancias que le obligarán a desnudar su alma de bagatelas y decidir acerca de sus prioridades. Una ficción interesante, un tanto jocosa, con rasgos de violencia criminal y sádica, sazonada con una leyenda trágica que se materializa en el objeto codiciado y anhelado por “pecadores” contumaces y arrepentidos, respectivamente.

Una historia entretenida, de veras que sí; sin embargo, hay una escena que particularmente me hechiza. Una serie corta de imágenes secuenciales magistralmente acompañadas por una bellísima tonada que acaricia el espíritu y llena mi mente de confianza y satisfacción moral. En especial el diálogo silencioso entre un anciano mexicano y su perro es simplemente hermoso y expresivo.



Adicionalmente uno de los diálogos rescatables de la película, es aquel que confronta al veterano mexicano, legítimo propietario del objeto codiciado por los “chicos malos” y al protagonista de la historia. “Usted es un soldado de Dios”, le dice el veterano. Al final el Don Nadie, termina haciendo lo correcto, entiende el verdadero concepto del honor y recibe un bien incuantificable, su satisfacción personal.

Como dije, al final nosotros decidimos: mediocres cobardes y viciosos o soldados de Dios; solamente es cuestión de escuchar la sana voz de nuestra conciencia, o las gloriosas musicalidades de la virtud.

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